lunes, 21 de junio de 2010

Otro amanecer

El perro esperaba sentado. Por instantes, ladeaba levemente la cola. Aguardaba completamente desnudo, con un pelaje largo y suave, color ceniza y pequeñas lagunas de destellos dorados, que se incrementaban por la presencia del sol alegre y tenaz. En su cuello, se enroscaba un collar de color rojo viejo y agrietado. Nadie sabía cuánto llevaba en ese lugar, atado a una farola, en una pequeña plaza. Pero eran las nueve de la mañana, y los que pasaron una hora antes, decían que el perro ya estaba allí. Personas aparentemente ocupadas pasaban por delante suyo, lo miraban fugazmente, y se diluían poco después. El perro, miraba a todas y cada una de ellas, con admiración y devoción. Quince minutos antes de las nueve, decenas de niños que iban camino al colegio pasaron por delante; algunos le hablaban insistentemente, incluso querían tocarlo; era entonces cuando el canino movía su cola con mayor recorrido y velocidad, como un péndulo nervioso e infatigable. Las madres cogían del brazo a sus hijos para estirarles y alejarlos del animal, por si acaso, como se suele decir en estos casos.

A las diez, la plaza era prácticamente desierta, y el perro estiró todo su cuerpo sobre la arena. Con la mirada inocente, como quién no acaba de entender la situación, se centraba en observar algunas palomas que picoteaban el suelo, tragando poco más que arena, y muy de vez en cuando, alguna migaja de pan. Las palomas iban iendo escalonadamente; de hecho, no había mucho que llevarse al estómago en aquel suelo arenoso; únicamente pequeños restos de los bocadillos de los niños que una hora antes pasaron por allí. El sol cada vez era más antipático; golpeaba con fuerza y sin escrúpulos el suelo arenoso. El perro, con la lengua fuera, seca y porosa, extendía todo su cuerpo por la tierra ardiente, cansado y acalorado, sin fuerzas para curiosear a su alrededor, y los ojos entrecerrados. Solo en determinados momentos, se incorporaba impulsivamente, levantando su oreja derecha, al escuchar un sonido, que a primeras, le parecía familiar. Pero a los pocos segundos, su esperanza se diluía al constatar que solo se trataba de una persona más, un coche más, un golpe de bastón más, una puerta más, en aquel desconocido lugar.

Pasó la mañana. Pasó el mediodía. Pasó la tarde. Y llegó la noche. El perro, seguía allí. Fatigado, y con aparente desconcierto en su mirada. Observando de un lado para otro, atento a cualquier novedad, triste pero entero. Ni siquiera llegó a tensar su correa, sacando su lado más salvaje. No. Seguía con la esperanza de que tarde o temprano, su ángel vendría a rescatarle, despojándolo de aquel barrote de hierro, que justo a las diez de la noche, se iluminaba en el cielo despejado.
A medida que avanzaban las horas, y poco a poco fue entrando la madrugada, pequeños lloros fueron surcando por aquella noche calmada; a los llantos, les siguieron ligeros aullidos atemorizados, intermitentes y mudos por momentos. Aquella noche se encendieron las luces de los pisos cercanos a la plaza, algunas personas se asomaron por la ventana, y otras salieron al balcón para cotillear, pero sobretodo, gritar ferozmente al animal. El perro, viendo tanta atención a su alrededor, sacó fuerzas de donde no aparentaba; entonces, meneaba más intensamente la cola; aullaba, ladraba, y buscaba ilusionado entre la multitud que le observaba. Poco después, vio como unas personas de uniforme, le enlazaron el cuello con una especie de vara acabada en anillo, como le metieron en un pequeño habitáculo, y como a las pocas horas, volvió a sentirse entre barrotes. Pero esta vez, dentro de ellos. No había necesidad de correa.

miércoles, 9 de junio de 2010

Momento crítico

Marcos entró corriendo, con prisas, sin concesiones. Cerró la puerta enérgicamente, como si en vez de cerrarla, quisiera romperla, desubicarla de sus bisagras. Se arrodilló, se bajó hábilmente los pantalones, y se sentó apresuradamente, con brusquedad, con decisión. Rebecca, que permanecía en la habitación del fondo del pasillo, alzo la cabeza, dejando el cuello completamente tensado, y con una notable incertidumbre en su rostro, preguntó, -¿estás bien cariño?-, pero sin respuesta, el silencio se adueñó de toda la casa. -¿Cariño? ¿Estás bien?- El silencio, agarraba fuertemente aquel momento, no lo quería soltar. Pero no pasó más que unos segundos, cuando unos contundentes sonidos rompieron de pleno aquel vacío. Era una constante lluvia de impactos sonoros estridentes, que bajaban y subían de intensidad. Patapam, parraf, porrof, prom, pram, pree, piiif. Poco después, cesaron. El silencio volvió. Rebecca, con una sonrisa risueña, y con total parsimonia, se acercó a la puerta del baño. Apoyó su mejilla, y exclamó, -vaya nene, que urgencias, ni un beso oye-.

Unos segundos después, Rebecca se retiró y se volvió a incorporar al percibir el sonido del agua deslizándose por la pica. Marcos abrió la puerta, un tanto sonrojado, pero con expresión plácida, una sonrisa bobalicona, y unos ojos entreabiertos y relajados. Entonces, salió del lavabo con dos pausadas zancadas, levantó su mano con un gesto pleno de armonía, y agarró la mejilla de Rebecca, agrandando su sonrisa, y seguidamente, la besó. -Lo siento cariño, no podía más. Pensaba que no aguantaría, de verdad, pensaba que no llegaba. - La joven, siempre con una sonrisa en su amable rostro, miró hacia el cielo y balanceó ligeramente la cabeza. Dio media vuelta, y se volvió a la habitación. -¡Eres lo que no hay!- Sugirió desde el fondo del pasillo.

-Lo siento cariño, si supieras en el ascensor, ha sido eterno, parecía que iba cuatro veces más lento que de costumbre. ¡Ese maldito aparato no quería subir!- Rebecca asomó escuetamente la cabeza por la entrada de la habitación, -qué exagerado eres, ya ves tú, porque sabías que estabas a punto de llegar, y claro, el cerebro juega esas malas pasadas.- Su cabeza desapareció nuevamente, como en una representación de marionetas, cuando cambian de acto. -Será eso, pero yo no podía, no podía-, respondió Marcos.



viernes, 4 de junio de 2010

El dilema de Camilo

Si Camilo no se hubiese llamado Camilo, se hubiese llamado de otra manera. Eso seguro. Pero si su padre, Oracio, no hubiese estado con su madre Florencia, seguramente, Camilo no sería Camilo, aunque se llamase Camilo; sería otro niño, pero con el mismo nombre de Camilo, que fue idea de la madre. Pero claro, al mismo tiempo, si seguimos haciendo hipótesis, quizá Florencia, con otro hombre que no fuese Oracio, habría acordado otro nombre para su hijo, pues está claro que no todos los maridos son tan permisivos y fáciles de convencer como el bueno de Oracio, que nunca le gustó el nombre de Camilo, prefería Roberto, aunque aceptó.

Entonces, ¿dónde estaría Camilo? Su cuerpo, mente, y alma, no existirían. O quizá sí, pero ligeramente retocados; otros rasgos, ideas, mentalidad, personalidad, pero el alma, lo que es el alma, la misma. Puede ser, quién sabe. La cuestión es que cada vez que pensaba en ello nuestro querido Camilo, temblaba de miedo. Las piernas se debilitaban, y un sudor descendía por su rostro, como temeroso de que su vida pudiese volver atrás. Antes de ser un feto, y su madre, Florencia, o su padre, Oracio, eligieran otras parejas.

Era el dilema de Camilo, su miedo, su temor. No haber nacido. No saber que hubiese sido de él si todas las premisas comentadas no hubiesen coincidido en el tiempo, en el espacio. ¿Y dónde estaría yo? Se preguntaba. Sabía que su vida era realmente un golpe de suerte; que donde estaba él, podría haber otro niño. Que entre millones de posibilidades, le habían elegido a él. Pero del mismo modo, se estremecía cada vez que pensaba en ello. ¿Qué sería si...? Se preguntaba.